El capitán Alatriste
ALBERTO MONTANER FRUTOS 02/10/2010
Corría el año de gracia (es un decir) de 1996 cuando los observatorios literarios detectaron, no sin perplejidad, la aparición de una nueva estrella, de considerable magnitud, en el firmamento novelístico. Contra todo pronóstico, una novela que parecía dirigirse solo al público más joven (su ya famoso autor, Arturo Pérez-Reverte la firmaba de consuno con su hija Carlota, de 12 años a la sazón) y ser casi un mero capricho de un devoto confeso de Los tres mosqueteros, no solo se aupó a los primeros puestos de las listas de venta, sino que inscribió un nuevo personaje en eso que se ha dado en llamar el imaginario colectivo. Protagonista y novela compartían nombre: el capitán Alatriste.
Antiguo soldado de los tercios de Flandes, abandonado a su suerte como tantos otros, Diego Alatriste y Tenorio, apodado capitán por mérito propio, aunque nunca pasó de cabo, malvive en el Madrid de Su Majestad Católica el cuarto Filipo (como entonces se decía), desempeñándose de espadachín a sueldo. Esa vida al borde del hampa no oculta a un filántropo de capa y espada. Alatriste no es un justiciero en sus ratos libres, como el Zorro, ni roba a los ricos para dárselo a los pobres, según el mito del buen bandido que va de Robin Hood a Luis Candelas. Se limita a sobrevivir como buenamente puede, más bien huraño, atormentado por sus propios fantasmas de amor y muerte (o muertes, sería mejor decir). Una figura de luces y sombras cuyo contraste no hará sino acentuarse en las sucesivas entregas de la serie. Si al capitán hay algo que le redime es su peculiar sentido de la dignidad y su talante. Ya saben vuesas mercedes, "No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente".
Pero si una persona queda en parte retratada por sus amigos, no lo queda menos por sus enemigos, aunque a estos rara vez los elija uno. Dime a quién te enfrentas y te diré quién eres. Los antagonistas de Alatriste están, sin duda, a la altura, y entre ellos destacan un político corrupto, don Luis de Alquézar, secretario del Rey Nuestro Señor; un cura fanático, fray Emilio Bocanegra, miembro del Consejo Supremo del Santo Oficio de la Inquisición, y un sibilino sicario, siciliano por más señas, Gualterio Malatesta, que, como el propio capitán, vive de alquilar su acero. Ni que decir tiene que de entre todos ellos, el único que despierta cierta simpatía en el lector es esta especie de mafioso avant la lettre, que aunque no sea igual que el capitán, tampoco es tan distinto. Algo que no deja de enturbiar la mirada de Alatriste cuando se ve reflejado en el espejo de su contrincante.
Esta galería ha de cerrarse, claro está, con Íñigo Balboa y Angélica de Alquézar. Ella, la huérfana sobrina de don Luis, es la bella dama sin piedad que perseguirá a Íñigo con el rigor que solo da la inextricable aleación de amor y odio. Él, el joven paje (más bien, hijo adoptivo) del capitán, huérfano a su vez de uno de sus viejos camaradas del Tercio Viejo de Cartagena, aguerrido compañero y narrador privilegiado de las aventuras de Diego Alatriste. La primera de ellas (unos misteriosos jóvenes ingleses acaban de llegar en secreto a Madrid y alguien quiere deshacerse de ellos) está dispuesta a empezar.
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