En la revista "Mercurio" (número 136. Diciembre 2011):
COMO UN BILLETE FALSO
"La aparición del Lazarillo de Tormes supone la mayor revolución literaria desde la Grecia clásica"
FRANCISCO RICO
Lo primero que hay que recordar cuando se habla del Lazarillo de Tormes estriba en que el libro es una maravilla de humor, de ingenio y de humanidad, y que rebosa una ironía benévola y sin embargo implacable, presidida como está por la visión de un mundo en el que todo es relativo.
A continuación vale la pena realzar su extraordinaria originalidad: en los veinte y pico siglos de la literatura occidental no se había escrito otra narración como esa que al mediar el Quinientos llegaba a las manos de los españoles (y pronto de todos los europeos), porque posiblemente ninguna había tratado nunca antes a un personaje de la pobre categoría de Lázaro con una atención tan amplia y tan extremada, tan respetuosa con el punto de vista que un individuo en sus condiciones podría haber tenido de sí mismo, y tan centrada en la materialidad y en las minucias cotidianas de la existencia.
Por desgracia, el aspecto que en los últimos años con mayor frecuencia ha traído el Lazarillo a la actualidad (y hasta a la crónica amarilla) no ha sido ninguno de ésos, sino la cuestión de quién fue el autor. La respuesta puede ser tajante: no lo sabemos, y ninguno de los indicios accesibles posee ni la suficiente ni aun la mínima capacidad de convicción.
El Lazarillo, por tanto, ¿es un libro anónimo? La respuesta se vuelve ahora resbaladiza: sí y no, según se mire. Sí es un libro anónimo, cierto, si lo contemplamos desde fuera, con la mirada externa de la historiografía literaria. No lo es, porque quien lo escribiera ni quería ni en última instancia podía firmarlo, so pena de hacerle perder gran parte de su novedad y de su atractivo.
De hecho, si lo vemos con los ojos del autor real y tal como lo recibió el público de su tiempo, la obra va firmada desde la portada. El título (inventado por el editor) rezaba ahí La vida de Lazarillo de Tormes; el texto comenzaba rotundamente con un pronombre: “Yo por bien tengo…”; y en el principio del relato propiamente dicho se leía: “Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes”. Vale decir: el libro se presentaba como si fuera la autobiografía verdadera y veraz de un Lázaro de Tormes (Lázaro, no “Lazarillo”) de carne y hueso.
Entendemos que al autor real no se le pasara por la cabeza revelarnos su nombre, que sigue ocultándosenos, y que el Lazarillo, en rigor, no sea tanto un libro anónimo, de pluma ignorada, como, más exactamente, un libro apócrifo, atribuido a un falso autor, el propio protagonista. La gracia y la sustancia del relato están en su propósito de aparecer como historia auténtica, no ficción imaginada. Era una autobiografía fidedigna como un billete falso.
Nos consta que no se conocía ninguna otra narración en prosa con el insólito y ambiguo modo de ser del Lazarillo de Tormes. Porque el tal libro ¿era historia o era ficción? Ficción nadie lo diría, porque hacia 1553 no tenía curso corriente ningún género de prosa de imaginación que se atuviera íntegramente a los criterios de probabilidad, experiencia y sentido común que gobiernan la vida y el lenguaje de todos los días. Nada de cuanto en la obra se refería llevaba a pensar en los temas y en los modos distintivos de la ficción literaria en la edad del Renacimiento. Todo, por el contrario, estaba poblado de cosas y personas tan vulgares, tan naturales y en apariencia tan verdaderas, que en la época no podían despertar ninguna sospecha de ser pura creación de un fabulador.
Todo, digo, salvo un primer detalle: todavía en los comienzos de su carta, Lázaro contaba el amancebamiento de su madre con un esclavo negro. Lo hacía con delicadeza y afecto, pero no lo encubría. Y ¿quién en el siglo XVI se hubiera atrevido a escribirlo poco menos que con todas las letras? El dato no podía sino levantar un serio recelo: ¿no sería todo aquello una patraña? A partir de ese momento el lector forzosamente tenía que escudriñar el texto con cien ojos, decidido a comprobar si en alguna otra parte se infringía la presunción de veracidad con que lo había empezado. Pero a partir de ahí, y hasta la página final, a Lázaro no volvía a escapársele ni una línea que pudiera tacharse de inverosímil o inaceptable.
La duda se desvanecía en los dos últimos folios, donde el narrador descubría otro episodio paralelo pero aun más vergonzoso que los amores de su madre: las relaciones de su mujer y el Arcipreste. Pero hasta llegar al desenlace el lector había de sentirse obligado a seguir el relato con la sospecha de que todo él podría ser mentira, pero comprobando a cada paso que nada dejaba de parecer verdad.
El Lazarillo lograba así que por primera vez en la literatura de Occidente una narración en prosa fuera leída a la vez como ficción y de acuerdo con una sostenida exigencia de verosimilitud. Era la mayor revolución literaria desde la Grecia Clásica: la novela realista.