domingo, 3 de octubre de 2010

PRENSA. EL CAPITÁN ALATRISTE, de Arturo Pérez-Reverte. Artículo de Alberto Montaner Frutos

En "El País"

El capitán Alatriste

ALBERTO MONTANER FRUTOS 02/10/2010
Corría el año de gracia (es un decir) de 1996 cuando los observatorios literarios detectaron, no sin perplejidad, la aparición de una nueva estrella, de considerable magnitud, en el firmamento novelístico. Contra todo pronóstico, una novela que parecía dirigirse solo al público más joven (su ya famoso autor, Arturo Pérez-Reverte la firmaba de consuno con su hija Carlota, de 12 años a la sazón) y ser casi un mero capricho de un devoto confeso de Los tres mosqueteros, no solo se aupó a los primeros puestos de las listas de venta, sino que inscribió un nuevo personaje en eso que se ha dado en llamar el imaginario colectivo. Protagonista y novela compartían nombre: el capitán Alatriste.
Antiguo soldado de los tercios de Flandes, abandonado a su suerte como tantos otros, Diego Alatriste y Tenorio, apodado capitán por mérito propio, aunque nunca pasó de cabo, malvive en el Madrid de Su Majestad Católica el cuarto Filipo (como entonces se decía), desempeñándose de espadachín a sueldo. Esa vida al borde del hampa no oculta a un filántropo de capa y espada. Alatriste no es un justiciero en sus ratos libres, como el Zorro, ni roba a los ricos para dárselo a los pobres, según el mito del buen bandido que va de Robin Hood a Luis Candelas. Se limita a sobrevivir como buenamente puede, más bien huraño, atormentado por sus propios fantasmas de amor y muerte (o muertes, sería mejor decir). Una figura de luces y sombras cuyo contraste no hará sino acentuarse en las sucesivas entregas de la serie. Si al capitán hay algo que le redime es su peculiar sentido de la dignidad y su talante. Ya saben vuesas mercedes, "No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente".
Reconcentrado, casi un misántropo, sí, pero a Alatriste no le faltan amigos. Y qué amigos. Unos son viejos veteranos como él: Juan Vicuña, soldado estropeado y garitero (dicho a la moderna, inválido de guerra y propietario de un local de juego); Mendo el Toscano, que ha pasado a regentar unos baños y a ejercer de barbero; Martín Saldaña, cuyo cargo de teniente de alguaciles (obtenido, según las malas lenguas, a cambio de sobrellevar una abultada cornamenta) no deja de ser de ayuda para alguien que, como el capitán, se mueve al filo de la ley; a los que en la tercera entrega de la serie se unirá Sebastián Copons, que se hará inseparable de Alatriste. Otros son parroquianos asiduos de la taberna del Turco, que regenta la medio amante del capitán, Caridad la Lebrijana (destinada, la pobre, a pintar cada vez menos en el lienzo de la vida de su Diego), donde se dan cita el Dómine Pérez, jesuita y preceptor; el Tuerto Fadrique, boticario, y el Licenciado Calzas, picapleitos, cuyos respectivos saberes también han ayudado al espadachín tras algunos malos lances. Pero los amigos de Alatriste no se reclutan solo entre gente, como él, de medio pelo (o directamente ralo). También antiguo compañero de armas (aunque cada uno en su sitio), otro amigo del capitán es el conde de Guadalmedina, aristócrata refinado, poeta y vividor, con una mano en la pluma y otra en el cubilete de dados. Y como broche de oro, don Francisco de Quevedo, tan diestro con la pluma como con la espada, azote satírico de bobos y mangantes, tan capaz de hundir una reputación con una letrilla como de asomarse al abismo del ser y del tiempo en un soneto.
Pero si una persona queda en parte retratada por sus amigos, no lo queda menos por sus enemigos, aunque a estos rara vez los elija uno. Dime a quién te enfrentas y te diré quién eres. Los antagonistas de Alatriste están, sin duda, a la altura, y entre ellos destacan un político corrupto, don Luis de Alquézar, secretario del Rey Nuestro Señor; un cura fanático, fray Emilio Bocanegra, miembro del Consejo Supremo del Santo Oficio de la Inquisición, y un sibilino sicario, siciliano por más señas, Gualterio Malatesta, que, como el propio capitán, vive de alquilar su acero. Ni que decir tiene que de entre todos ellos, el único que despierta cierta simpatía en el lector es esta especie de mafioso avant la lettre, que aunque no sea igual que el capitán, tampoco es tan distinto. Algo que no deja de enturbiar la mirada de Alatriste cuando se ve reflejado en el espejo de su contrincante.
Esta galería ha de cerrarse, claro está, con Íñigo Balboa y Angélica de Alquézar. Ella, la huérfana sobrina de don Luis, es la bella dama sin piedad que perseguirá a Íñigo con el rigor que solo da la inextricable aleación de amor y odio. Él, el joven paje (más bien, hijo adoptivo) del capitán, huérfano a su vez de uno de sus viejos camaradas del Tercio Viejo de Cartagena, aguerrido compañero y narrador privilegiado de las aventuras de Diego Alatriste. La primera de ellas (unos misteriosos jóvenes ingleses acaban de llegar en secreto a Madrid y alguien quiere deshacerse de ellos) está dispuesta a empezar.

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